viernes, junio 18, 2010

El vidente que era fetichista


CORTINAS Y BALDOSAS

Entonces apagó la radio. La apagó porque le molestaba. Las voces se habían tornado en monstruos de fondo, que invadían los ecos lejanos de rugidos y sonidos inhumanos. El ruido parecía proceder del interior mismo de la vida, de las entrañas profundas del mundo, que, invirtiendo el papel de las sirenas, trataban de asustarle para que huyera lejos. Un cigarrillo encendido había aparecido espontáneamente entre sus dedos, liberando una columna de humo blanco que ocasionalmente se retorcía y plegaba, como en su mente se retorcía y plegaba la torturada y truculenta idea de que el cosmos no le precisaba, que el orden del mundo le despreciaba. Entonces apagó la radio. Y se levantó de la cama, abandonando las sábanas completamente empapadas de su sudor salino.
Nunca había fumado, ni siquiera tenía tabaco en casa, así que tiró el cigarrillo a través de la ventana abierta, que proporcionaba una leve brisa a cuyo son se mecían los blancuzcos corti-najes. Los blancuzcos, sedosos cortinajes. Se envolvió en ellos sin pensarlo, como acto impulsivo del instinto, y en su enfermizo descenso a la locura fetichista sufrió una catarsis en la que creyó estar enamorado del tejido traslúcido al que se amarraba y con el que frotaba su cuerpo. Era una inédita sensación de apego por algo mundano , un ancla que lo unía al mundo que momentos atrás había tratado de ahuyentarlo, y también un desarraigo de su propia esencia.
Las cortinas se amoldaban al calor y forma de su figura de mármol griego, acariciaban su pe-cho, sus hombros, su espalda, su sexo, pero sobre todo, acariciaban lo que ningún otro ser humano podía acariciar: su alma. Así permaneció, arrastrando su dignidad en el tejido de unas cortinas mientras el demiurgo observaba con desazón cómo la más preciada de sus obras, la regia lógica del equilibrio, era totalmente desenmascarada por aquel hombre enfermizo como una farsa, un velo que oculta la belleza del caos y que, mecido caprichoso por las pasiones, como las aleteantes cortinas lo eran por el viento, permitía entrever ocasionalmente la llama interior.
Contempló con sus orbes vítreos aquello que se extendía más allá del remanso amoroso de la tela traslúcida, detrás de la barrera invisible que establecía el marco de la ventana, y encontró una luz amarillenta, artificiosa, que alumbraba impía el camino del hombre. Luciérnagas eléc-tricas pendientes de hilos metálicos que surgían de los costados de la vía: no eran más que perversiones de la razón, un molde imperativo del que estaba a salvo en el refugio vaporoso de su amante. Soplaba el viento. Soplaba intenso, como movido por la maquinaria del mundo, y arremolinaba los faldumentos níveos que rodeaban al pobre iluso.
Por fin, el viento consiguió arrancarlo de su perturbada ensoñación platónica, cuando en una estocada traicionera elevó las cortinas hasta rozar el techo y el hombre se quedó, otra vez, desnudo, avergonzado, fuera del Edén. Tras su experiencia mística, el mayor cambio que apreciaba en su cuerpo era una desértica sequedad en el páramo cuproso de su lengua, y el remedio lo encontró encerrado en cristal, sobre la mesilla en que la radio, apagada, se veía incapaz de reproducir los ecos rudos de la Tierra. El escaso líquido amarillento que quedaba en la botella quemó su lengua, su garganta, pero eliminó el regusto metálico de una mala noche. Encendió uno de esos espontáneos cigarrillos e hizo amago de vestirse, pero algo convulso y pulsante en su interior le hizo traspasar el umbral de la habitación exhibiendo su pletórica desnudez.
El hombre recorrió el pasillo, notando cómo cada vez que apoyaba su peso, una corriente invisible de calor se perdía para siempre en el helado tacto de las baldosas. Pero aun disipando en cada movimiento por aquel túnel cerámico parte del ardor de su vivir, no experimentaba ningún avance al vacío, no faltaba carbón en su caldera. Había en él fuerza, sí, pero no motor. Al mirar cara a cara al mundo, ningún sentimiento azuzaba su devenir, era como perder el sentido de la estética, quitarse los anteojos de rosa y ver que las baldosas amarillas conducían a un fraude. Y ahora estaba perdido, y lo que es peor: sin zapatos rojos.

Fragmento inicial del relato "Lo que alumbra el camino"

1 comentario:

  1. he intentado escribir varios comentarios, pero ninguno consigue expresar lo que intento decir de este relato. Es simplemente genial, y las cavilaciones filosóficas son genialísticas! :D

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