Hay un gatito que maúlla, allá, en el descampado enfrente de mi ventana, solo en la oscuridad, me imagino. Debe ser muy pequeño, sus maullidos suenan muy agudos, indefensos, asustados y descorazonadores, despiertan una especie de rara compasión, un instinto protector. Quiero bajar ahí y buscar al Gatito que Maúlla, abrazarlo y traerlo aquí conmigo.
Sigue maullando, como desesperado, desenfrenado, lo veo en mi mente, un pequeñísimo y dulce amago de gato blanco, de ojos azules, extremadamente abiertos de pánico y desprotección. En ese imposible futuro hipotético en el que bajo y encuentro al Gatito que Maúlla, éste me rehuye al principio, y cuando lo alcanzo y lo recojo en mis brazos, envuelto en una toalla, se revuelve y trata de escaparse y arañarme con sus primitivísimas y débiles uñas. No voy a bajar a por ese gato. Aunque me gustaría bajar: quiero bajar. Pero nunca bajo. Esta no será la excepción.
Quiero bajar.
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