sábado, enero 07, 2012

El que era como Holden Coulfield que veía películas en blanco y negro todas las madrugadas


El aburrimiento común es...

Confiar en los rostros de las personas para, finalmente, darte cuenta de lo que ya sabías: llevan máscara. Y lo que hay debajo está tan sucio como tú mismo.

Estar atrapado irremisiblemente en una espiral de odio hacia tu mejor amiga por culpa de  haberse enamorado de lo imposible y habérselo denegado a uno mismo, abusando a cambio de lo cotidiano y de la falsa amistad.

Cenar frecuentemente con tu suegra, o con los amigos pedantes de tu mujer, con los cuales seguramente ella haya tenido una aventura.

Seguir aguantando en un matrimonio desgastado por mera inercia hasta que el odio, que se torna más intenso que el amor, es lo único que lo mantiene en pie.

Haber olvidado el olor de las estaciones por una atmósfera agobiante que huele a maquillaje, humo de cigarrillos, polvos y perfume.

Darte cuenta de que la falta de aburrimiento te da miedo y mitigar esa ansiedad llenando su vacío con drogas legales y alcohol.

Pero por encima de todo, el aburrimiento común es negarlo todo y seguir viviendo a través de la vida de las marionetas.

Lo más triste de todo es que, si te das cuenta de que sufres de esta extendida enfermedad y tus patéticos intentos no consiguen sacarte de ella, los impredecibles y truculentos resultados llevarán a tu psicoanalista, que por cierto, se tira a tu mujer, a recluirte en un centro psiquiátrico con un diagnóstico tan plagado de tópicos que herirán de muerte a la poca dignidad real que te queda.

Así que, ¿qué es mejor? ¿Ignorar voluntariamente que tu vida se ha convertido en un guiñol y alentar la mentira de tu marioneta aun a riesgo de que al final la evidencia se vuelva contra tu propia existencia? ¿O ser sincero contigo mismo y con los demás aun a riesgo de que tu vida cambie? 
La mayoría de la gente solo sigue, sigue, se miente, miente, pero busca a la vez un equilibrio aflojando la soga que mantiene cautiva a su sinceridad, de vez en cuando. En episodios catárticos que, con suerte, algún titiritero escucha. O bien en conciliábulos individuales que transcurren en el más absoluto secreto, no vaya a ser que alguien llegue a conocerte. 
Pero, ¿y si no puedes hacerlo? La respuesta es el tema fetiche de todos mis escritos.

Tristemente, estamos estancados en un gran teatro universal. Ingmar Bergman lo sabía.

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