martes, noviembre 29, 2011

El ente pancósmico que estaba tan perdido en su propia cabeza que se cantaba canciones de cuna para lograr dormirse

Ea la nana...
Ea la nana...
Duérmete, lucerito de la mañana...

Creo que con esta bato récords de longitud de título y de extravagancia. Aunque no, estoy bastante seguro de que la entrada del gran masturbador es, cuanto menos, mucho más críptico-bizarra.
En todo caso, hoy quiero hacer algo diferente...


Hay sueños (los más) que, definitivamente son proyecciones de las obsesiones que pululan por nuestras abigarradas y caprichosas neuronas. ¿Y qué otra obsesión puebla más a menudo la mente si no es el propio yo y su papel en este curioso lugar espaciotemporal, entre otros yos ajenos, que en realidad son tús y ellos? Al menos a mí me pasa, sea porque es normal o porque soy un asqueroso ególatra. Pero no un ególatra de esos que se suben en su sólido ego enorme, sino uno de esos que hinchan su ego como un globo para poder volar. Pero al final, si el globo se pincha, el ego vuelve a ser una menudencia de goma arrugada.
Pues vaya, que en mi cabeza casi todo el tiempo solo está mi globo, hinchado o pinchado, y las otras personas (no está en cursiva porque sí, yo no hago eso: hay que leerlo en el sentido bergmaniano), cuyas representaciones varían conforme a su propia visión en mi visión. Ha. Oficialmente esta entrada es peor que la del gran masturbador.

A veces los sueños son mecanismos de nuestra mente para decirnos cosas que ya sabemos pero que estando despiertos las reprimimos, por un sentido u otro. Por eso un sueño puede cambiar tu perspectiva. Los sueños son retrasados, literalmente. 

Una vez soñé algo, no del todo kafkiano, sino más bien como un melodrama histriónico a lo Williams, o a lo Almodóvar sin travestis. Era sobre un globo que guarda un secreto que casi todo el mundo sabe ya, excepto un cactus y una vaca con los que vive en su iglú. Entonces el globo un día se hincha de orgullo, determinado a confesarse, y escribe una nota, porque así le resulta más fácil, no quiere ver las espinas del cactus ni los cuernos de la vaca mientras se lo cuenta .
Pero, ¡ay! Nuestro protagonista es demasiado cobarde y, arrepentido de su alarde momentáneo de ímpetu casi heroico, tira la nota a una papelera... Con tan mala suerte que el cactus la encuentra, toda arrugada, de modo que, en un momento dramático hollywoodiense, el globo corre a toda velocidad hacia el cactus gritando "¡Noooooo!" para evitar que lea la nota.

Ya no hay nada que hacer. El sueño, inexorable, se precipita hacia la inexcusable moraleja, y el cactus lee esa maldita nota. El globo espera. Se queda mirando. Y el cactus... Hace lo mismo. Dirige al globo una mirada que trata con demasiado ahínco de ocultar la decepción que le ha causado esa improbable confesión. 

El globo se siente perdido. Herido. Él había esperado furia, ira, rechazo. Pero solo había encontrado una frustrante máscara de indiferencia ocultando la tristeza, el horror del cactus. Y entonces, abriéndose un negro vacío en su interior, el globo se va. Huye. Lo más rápido que puede. No aguanta un minuto más en presencia de la desértica planta. Atraviesa los campos, la hierba, mientras el cactus le grita "¡Glooobooo! ¡Vuelve! ¡No pasa nada, de verdad, me da igual!", pero ese vano intento de falsa reconciliación, a pesar de no estar cargado más que de buena voluntad, o quizás por eso mismo, aleja al globo aún más de allí, en una orgía interior de sadomasoquismo y libertad... 

¿Algún Freud en la sala?

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